martes, 27 de noviembre de 2012

Juan Blanco: “El reto de las revistas científicas es armonizar innovación y calidad”

  • Director del Servicio de Publicaciones de la Universidad de Santiago de Compostela y miembro de la Junta Directiva de la UNE

Juan Blanco
La UNE ha colaborado con la Red de revistas científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal, la Universidad de La Laguna y el Gobierno de Canarias en la organización del Simposio de revistas de letras. Visibilidad, proyección, calidad, que se celebrará en la Universidad de La Laguna los día 29 y 30 de noviembre de 2012. Juan Blanco, director del Servicio de Publicaciones de la Universidad de Santiago de Compostela, quien contribuirá a las reflexiones de estos días con la conferencia titulada “Inercias del pasado, exigencias del futuro: el proyecto digital de revistas de la Universidad de Santiago de Compostela”, contesta a unas preguntas ante esta cita.


P. Hace tres años la UNE colaboró con la FECYT en unas jornadas para la profesionalización de las revistas científicas. Se barajaba entonces la cifra de 1500 revistas científicas en España (algunas fuentes llegaban hasta 3000). Tres años después, ¿podríamos saber cuántas revistas científicas tiene nuestro país?

R. Es una cuestión que no tiene una respuesta fácil, y ya desde su planteamiento, pues tampoco responde a un criterio sistemático el propio concepto de revista científica. El directorio de revistas de la base de datos bibliográficas del CSIC (http://bddoc.csic.es:8080/ ) maneja a día de hoy un censo de 2438 revistas vivas (240 en biomedicina; 271 en ciencia y tecnología; y 1927 en ciencias sociales y humanidades), pero, según algunas fuentes autorizadas, si sometemos este censo al filtro restrictivo del proceso peer review (revisión por pares) no pasarían de 500.

P. ¿Qué ha influido más en la evolución de estas publicaciones en estos últimos años, la crisis económica o el desarrollo tecnológico?

R. La pregunta me evoca un titular del diario El País, que, refiriéndose a la coyuntura actual del libro, se refería hace no mucho, con símil cinematográfico, a la «tormenta perfecta». Yo creo que, en efecto, una crisis de recursos financieros sin precedentes, que ha golpeado con especial contundencia los recursos públicos, y un embate digital, que ya no admite dilaciones, definen las condiciones de una «tormenta perfecta» que ha soliviantado los cimientos de la cultura editorial tradicional. Esto ha tenido repercusiones especialmente intensas en el entorno universitario pero, desde mi punto de vista, de un modo, aunque resulte paradójico, bastante positivo. Es decir, veo una lectura constructiva o, por así decir, «pedagógica» en la crisis: creo que nos ha ayudado a los gestores editoriales a tomar decisiones difíciles, probablemente mucho más contestadas en tiempos de bonanza. En el caso de las revistas, cuando la transición digital se argumenta ―además de por sus evidentes ventajas en términos de impacto y visualización― sobre el imperativo insoslayable que impone la imposibilidad financiera de seguir manteniendo su edición en papel, no parece que, pese a reluctancias y escrúpulos inevitables, haya mucho sobre lo que argumentar una permanencia a ultranza del papel.

P. Se comentó en aquella reunión que el Espacio Europeo de Enseñanza Superior obligaba a una renovación, reorganización e innovación de las revistas científicas. ¿Se han cumplido estas exigencias?

R. Pese a que existe una zona de actividad y acción más o menos común, las universidades son, por definición, organismos autónomos, que trabajan con ritmos, cadencias, exigencias y niveles de competencia y responsabilidad diferentes. Hay universidades que editan decenas de revistas y otras que editan muy pocas; hay universidades con perfiles técnicos y otras con perfiles más humanísticos; hay universidades modernas, virtuales por definición, con «parques» docentes más jóvenes y más proactivas tecnológicamente, y otras universidades «senior», antiguas, con profesorado más envejecido, donde tal vez una «inmigración digital» más superficial y las inercias de funcionamientos pasados pesan más. Es comprometida una respuesta a la pregunta que usted plantea sin acudir a un análisis pormenorizado y sistemático de los comportamientos en cada caso: nivel de adecuación a estándares internacionales, presencia del inglés y apertura externa de la publicación, sometimiento a procesos de peer-review y eficiencia de estos, implantación o no de plataformas bajo OJS… Pero de lo que no cabe duda es de que el EEES ha obligado a una modificación ―no entro a valorar si positiva o no en todos los casos― muy profunda de los comportamientos universitarios: docentes e investigadores, y, también, por carambola, editoriales, porque no olvidemos que la editorial de una universidad no es más que el órgano de transferencia social de la investigación científica y la cultura escrita que la universidad genera. Yo creo, en consecuencia, que todos, promotores y gestores editoriales de revistas científicas, nos hemos puesto o nos estamos poniendo las pilas en este proceso de renovación, reorganización e innovación.

P. ¿El esfuerzo se ha hecho por igual en estas tres recomendaciones?

R. Son tres líneas de trabajo absolutamente interrelacionadas, en las que dos son a modo de corolario de otra: la necesidad de innovar, de ofrecer resultados más o menos únicos u originales (factor en el que se fundamenta la demanda de una revista y, en consecuencia, su mayor impacto) es el resultado de nuevas exigencias en un escenario académico y científico-técnico en permanente mudanza. Ello ha traído, como lógica consecuencia, la renovación y la reorganización de las revistas, en un proceso que atañe a todas sus áreas de acción: rigor en los compromisos de periodicidad; nuevos criterios, más exigentes, en cuestiones de diseño editorial y disposición de los contenidos; mayor coherencia en todas las políticas editoriales; claridad en los criterios de evaluación, aceptación de originales y presentación de los mismos; externalización de los staffs y del elenco de autores; incluso me atrevería a afirmar que renovación generacional de los mismos responsables de las revistas. Ahora bien, me gustaría puntualizar algo: la innovación es, máxime desde la entrada en vigor del EEES, una obsesión muy à la mode en la universidad española contemporánea y su, digamos, «canonización» lleva casi a la conclusión perversa de que todo lo que se ha hecho hasta ahora en nuestras universidades es malísimo, y de ahí la necesidad de innovar. Este me parece un argumento muy injusto, además de falaz. En sí mismas, innovación y originalidad no son, como a menudo se nos quiere hacer creer, sinónimos absolutos de calidad. El resultado de una investigación puede ser muy innovador y original y, al tiempo, metodológicamente reprobable, poco riguroso o sistemático, de manera que su autor puede recibir elevados índices de impactos en los que se le cita siquiera sea para decir lo malo que es. Y, al contrario, algo puede tener gran calidad y no ser ciertamente innovador en su metodología, presentación y resultados. En esto, los funcionamientos y dinámicas de las ciencias técnicas y «de la bata blanca», por una parte, y las humanidades y ciencias sociales, por otra, son muy diferentes. El reto, creo, está en armonizar innovación y calidad.

P. La FECYT le acaba de incluir en un grupo de trabajo que estudia las estrategias, políticas e infraestructuras del acceso abierto en España. ¿Cómo se está implementando la Ley de la Ciencia aprobada en la anterior legislatura que obliga a publicar en abierto los resultados de la investigación de las universidades?

R. Yo creo que a un ritmo razonable, dado que estamos hablando de un proceso muy complejo que afecta a una multiplicidad de sectores y sensibilidades de la vida universitaria. En este tipo de transiciones, las prisas y las ansiedades siempre son muy malas consejeras. Autores, bibliotecarios, responsables de campus virtuales y áreas TIC, editores, políticos, asesorías jurídicas… deben formar frentes comunes para dar una salida satisfactoria y sensata a la filosofía del acceso abierto. En aquellas universidades e instituciones donde estos frentes se han constituido y puesto a trabajar coordinadamente, se han logrado resultados encomiables. Hoy día, varios repositorios de universidades españolas y otras instituciones son ejemplares y un referente de buen funcionamiento y respuesta a las exigencias de la Ley de la Ciencia que usted menciona. Y fíjese que, incluso en tiempos tan duros de crisis, no me parece que esos buenos resultados sean producto de alardes financieros extraordinarios sino de una definición clara de políticas y, de nuevo, de una reorganización inteligente de los recursos, y me refiero ahora más a los efectivos humanos que a los aportes dinerarios.

P. ¿Qué papel tienen las revistas científicas tras la aprobación de esta Ley que exige acceso abierto para el conocimiento científico?

R. Un papel crucial. Permítame una ejemplificación muy simple pero elocuente: el número de archivos alojados en el repositorio institucional de la Universidad de Santiago por su Servicio de Publicaciones es de alrededor de 5000. De estos, y descontada una veintena de libros digitales nativos en acceso abierto, en torno a 800 corresponden a tesis doctorales y más de 4000 a artículos de revistas. Cuando la iniciativa de Budapest y la declaración de Berlín para el acceso abierto mencionan el «conocimiento erudito» están, en lo fundamental, refiriéndose implícitamente a las revistas científicas. Parece, en este punto, revelador recordar que la descripción de la doble hélice del ADN fue publicada por Crick y Watson en 1953 en una revista científica.

P. Hasta la llegada de Internet las revistas científicas validaban el conocimiento científico. ¿Podría asegurarnos que eso sigue siendo así? ¿Hasta cuándo?

R. Sí, en efecto, como acabo de manifestar con el ejemplo de Crick y Watson, desde el cambio de paradigma en la comunicación científica que opera tras la Segunda Guerra Mundial y en la que el inglés se erige en koiné para la ciencia, son las revistas científicas las que, en buena parte de los casos, han venido sancionando la evolución de la ciencia, lo que es especialmente notable en las áreas biomédicas. Quiero ver en la irrupción de Internet algo positivo y no situarme en una permanente satanización de la red. Pensar en las consecuencias que hubiera tenido el descubrimiento de Crick y Watson en la era de Internet produce escalofríos. No soy capaz de evaluar con todo rigor en qué medida la fluidez e inmediatez en la intercomunicación de los científicos de todo el planeta ha tenido extraordinarias consecuencias en temas como el desarrollo de células madre, el mapa genético o los tratamientos contra el cáncer, pero intuyo, con fundamento, que esa medida ha debido ser mucha. Un asunto distinto es convertir, de una manera un tanto frívola, a Internet en el poder canonizador del siglo XXI y deducir, de forma absurdamente automática, que todo aquello que tiene un mayor impacto o presencia en la red es necesariamente de mayor calidad o trascendencia social. En este respecto, creo que Internet es un trasunto de la vida real. Nature o Science non son las mejores revistas del mundo en sus áreas por arte y gracia de Internet: es Internet quien las refleja de un modo preponderante en razón de su calidad. Internet puede hacer muchas cosas pero, seguramente, no hace milagros. Al menos, de momento…

P. Intervendrá en el simposio sobre Revistas de Letras que se va a celebrar los días 29 y 30 de noviembre en la Universidad de La Laguna, con una conferencia titulada “Inercias del pasado, exigencias del futuro: el proyecto digital de revistas de la Universidad de Santiago de Compostela”. ¿Por qué es exportable el modelo que usted ha desarrollado?

R. Bueno, yo no lo llamaría «conferencia». Quiero llevar a ese simposio simplemente la narración de un proceso de cambio, en la esperanza de que atice un debate siempre necesario y fructífero en épocas de transición y, también, de que pueda servir de orientación e incluso estímulo para quien esté pensando en un proceso parecido. Y que conste que voy a hacerlo yo como podrían hacerlo perfectamente colegas de otras universidades en donde ya se ha implantado un sistema de gestión y edición digital de revistas científicas. ¿Por qué es exportable este sistema? La plataforma sobre la que estas universidades hemos ejecutado la transición digital es nuestras revistas es Open Journal System (OJS), un software estándar e internacional, desarrollado por la iniciativa PKP (Public Knowledge Project), que, como su nombre insinúa, es abierto, intuitivo, corporativo para autores, responsables académicos de la revistas y editores, perfectamente adaptable a la realidad concreta de cada universidad y pensado y diseñado para aprovechar al máximo la potencialidad de la edición digital en términos de su impacto, visualización y difusión ad infinitum en la tela de araña de Internet. Simplificación y control más eficiente de toda la gestión científica y de preimprenta; reducción de costes de producción; eliminación de problemas de almacenaje y gastos de logística; mayor impacto y visibilidad … no parecen argumentos frívolos o intrascendentes ¿no?

P. La evaluación de la calidad de estas publicaciones y sus contenidos parece que es un tema sin resolver. ¿Tiene la UNE una propuesta en este sentido?

R. Yo no diría que es un caso sin resolver, sino, más bien, una dinámica permanentemente cuestionada y sometida a criterios no sólo diversos sino en muchos casos incoherentes y que generan malestar en los responsables académicos de las revistas, que ven cómo un trabajo que ellos entienden riguroso, serio y de calidad no se ve compensado en la consideración de las agencias y entidades que efectúan y publican evaluaciones en este sentido. En ocasiones, ocurre que los mismos criterios de evaluación se aplican indistintamente a revistas de naturaleza y objetivos muy diferentes, de lo que resultan inevitablemente disfunciones y eventuales agravios, o que esos criterios no se explicitan con suficiente transparencia. Por otra parte, establecer una ecuación entre el factor de impacto y la calidad es, como antes insinuaba, una falacia. Una investigación sobre un tema muy concreto, que no genere grandes expectativas de recepción, puede ser de extraordinaria calidad pero obtendrá probablemente discretos índices de inmediatez e impacto. De hecho, se han publicado ya trabajos que alertan sobre el factor de impacto como único criterio de medida de la calidad y proponen criterios correctivos de gran interés. La UNE tiene una misión orientadora y formadora en este tema como en otras muchas acciones estratégicas para la edición universitaria y creo que ha llevado a cabo un ingente trabajo en materia de calidad editorial y visibilidad de las revistas de sus asociados (el catálogo UNErevistas ha sido, en este sentido, un buque-insignia), colaborando con las agencias y haciendo valer buena parte de la problemática que he expuesto.

P. ¿Qué conceptos que se han estado midiendo o evaluando hasta ahora han dejado de tener sentido como consecuencia del desarrollo tecnológico? ¿Qué otros nuevos habría que tener en cuenta?

R. Acabo de referirme a las limitaciones del factor de impacto, pero no cabe duda de que seguirán siendo preponderantes los conceptos que hasta ahora han dimensionado el impacto y la difusión en función de las citas y la presencia en bases de datos, no sólo en cuanto a su número sino en cuanto al prestigio y consideración de las mismas (JCR o Scopus son índices paradigmáticos en este sentido). Pero es perfectamente perceptible también que han ido apareciendo medidores nuevos, relacionados con la mayor visibilidad y por lo tanto con un incremento de los usos. Ahora debemos evaluar usos (visitas, descargas, comportamientos…) y, en consecuencia, usuarios (tipologías, procedencia geográfica…), y tendremos que diferenciar por tipología y objetivos de las revistas: de investigación, de divulgación, culturales, de creación…

P. Internet ¿realmente ha ampliado los públicos de revistas científicas o los lectores siguen siendo la comunidad investigadora?

R. Como decía antes, Internet no hace milagros. Lógicamente, la red ha contribuido a que el espectro de público potencial de cada revista haya podido incrementarse en razón de la facilidad de su acceso pero no creo que el carácter de este público, digamos, «cautivo», constituido por estudiantes, docentes y/o investigadores especializados en, no sé, la microbiología, la enfermería o la historia moderna, haya variado substancialmente en su perfil. Estoy seguro que, desde que el BOE está disponible en Internet, se consulta exponencialmente más que antes, cuando su búsqueda y acceso eran una tarea molesta. Pero no creo que lo lean los niños… Por otra parte, y en relación a lo expresado antes, Internet no sólo faculta, digamos, «llegar más», sino «llegar mejor»; es decir, facilita a los editores el análisis tipológico de comportamiento, accesos y descargas a sus contenidos, lo que, a su vez, estimula el establecimiento de estrategias de gestión, contenidos y accesos, pero, en fin, estamos al comienzo de esa andadura. A corto-medio plazo veremos los efectos de todo esto. Finalmente, claro, hay revistas y revistas. Por ejemplo, la Universidad de Santiago edita desde los años 80 una revista de creación poética, Dorna, cuyo ingreso digital en Internet va a implicar con seguridad una variación tipológica de público. Es el caso concreto de una revista más cultural que científica, pero seguro que hay muchos más.

P. Conocimiento abierto, derechos de autor y rentabilidad económica parecen conceptos opuestos que, sin embargo, tienen que ser implementados simultáneamente por los editores universitarios. ¿Cómo se vive esta aparente contradicción?

R. Se vive, al menos desde el punto de vista de los editores y productores de contenidos científicos, con espíritu constructivo pero también con cautela y sensatez. Desde la emergencia y estandarización de la Internet, y las consecuentes iniciativas internacionales en materia de acceso abierto al conocimiento, como la Iniciativa de Budapest (2002) o la Declaración de Berlín (2003), los países del primer mundo han ido adaptando a esta nueva filosofía sus prácticas y acciones en cuanto a la difusión de los resultados de la investigación científica, que se desarrollan, de un modo muy especial, en sus universidades y centros públicos. En el caso concreto de España, el preámbulo de la Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación enfatiza el compromiso con la difusión universal del conocimiento, mediante el posicionamiento a favor de las políticas de acceso abierto a la información científica, declaración de carácter genérico que se hace eco del desarrollo exponencial que los repositorios de contenidos digitales de las universidades españolas han conocido en los últimos años. El papel de los editores universitarios en cuanto productores de contenidos científicos y responsables de transferir buena parte del conocimiento generado en sus universidades, es, por lo tanto, clave en el desarrollo de los repositorios, pues entre sus estrategias está traducir las potencialidades de Internet y al acceso abierto en términos de impacto, visualización y calidad. Pero la propia naturaleza de la actividad editorial (protección de derechos patrimoniales derivados de la propiedad intelectual y búsqueda legítima de un retorno económico de la inversión en producción) impone limitaciones, o cuando menos ineludibles matices, a la difusión en acceso abierto. Creo que en los años venideros se irán definiendo poco a poco estos matices e implementado políticas y marcos legales para la armonización de un objetivo tan trascendente como la socialización del conocimiento y la protección de legítimos intereses.



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